El Grito - Irene Hdez. Valesco, 2024

Plasmó a numerosas personas carcajeándose, algo considerado inapropiado en el siglo XVII, y lo hizo empleando como técnica las mismas pinceladas ágiles y sueltas que luego usarían los impresionistas. Después de la National Gallery de Londres, el Rijksmuseum de Ámsterdam le dedica ahora una importante retrospectiva que posteriormente viajará a Berlín.

La risa es algo muy serio. No hay nada más difícil para un pintor que plasmar esa explosión de diversión, humor y alegría. Cuando una carcajada estalla se contraen en un instante unos 50 músculos faciales. Pero, además, hay que pintarla de memoria, porque es imposible que un modelo congele una risotada sin que esta resulte una mueca completamente artificial.

Frans Hals (1582-84 Amberes, 1666 Haarlem), un pintor neerlandés del siglo XVII, probablemente sea el artista que más sonrisas y carcajadas haya plasmado. Y lo hizo además en una época en la que la risa era considerada por los burgueses acaudalados como algo frívolo y despreciable, especialmente en el caso de las mujeres. Mostrar los dientes se consideraba entonces absolutamente inapropiado, y la risa siempre tiende a dejar la dentadura a la vista, una dentadura que además en el siglo XVII solía ser bastante horrible. La gente se hacía retratar en aquellos tiempos con expresión seria o, a lo sumo, con una recatada sonrisa.

Sin embargo Hals pasó de todos esos convencionalismos. Y aunque pintó por encargo numerosos retratos con semblante adusto de las personas más ricas y prominentes de Haarlem, la localidad a 30 kilómetros de Amsterdam a la que llegó de niño huyendo de la dominación española en su Amberes natal y donde vivió hasta su muerte en 1666, también retrató carcajeándose a niños, enfermos mentales y personas de clase baja que encontraba por la calle.

“Nunca pintó Cristos, ni anunciaciones con pastores, ni ángeles, ni crucifixiones ni resurrecciones; nunca pintó a voluptuosas mujeres desnudas”, escribió Van Gogh en una de las al menos 17 cartas en las que dejó constancia de su profunda admiración por este artista del barroco neerlandés, por el que llegó a viajar a Haarlem para poder estudiar de cerca su obra. “Pintó al borracho, a la esposa loca del pescador, a la guapa prostituta gitana, a bebés en ropas envolventes, a un caballero bigotudo, galante y disfrutón. Eso es lo que sabía hacer, y vale tanto como el paraíso de Dante o las obras de Miguel Angel, de Raphael o incluso de los antiguos griegos”, en palabras del autor de Los Girasoles.

Pero Frans Hals no solo fue revolucionario por pintar carcajadas o por convertir a la gente de la calle en protagonistas de muchas de sus obras. Lo más fascinante de sus cuadros es que todas esas personas a las que retrató parecen estar vivas, parecen respirar. “Son como fotografías realizadas en una época en la que la fotografía era inconcebible”, en palabras de Taco Dibbits, director del Rijksmuseum de Ámsterdam. “Es dificilísimo pintar la risa sin que parezca la publicidad de un dentista, y él lo consiguió”.

Logró ese efecto mágico gracias a una técnica pictórica que en aquel periodo era absolutamente rompedora y de una modernidad pasmosa: empleando unas pinceladas sueltas, libres, rápidas, vigorosas y que transmiten movimiento, unas pinceladas que cuando se miran de lejos no se aprecian porque se funden en el ojo con el resto del cuadro pero que, de cerca, se observan claramente. Frente al obsesivo detallismo de la mayoría de sus contemporáneos, Hals apostaba sin embargo por la naturalidad, por recoger en sus cuadros un gesto rápido, un ademán fugaz. Y lo conseguía aplicando la pintura de manera ágil y veloz. Con unas pinceladas como las que dos siglos después utilizarían los impresionistas, muchos de los cuales se declararon sus profundos admiradores: desde Vincent Van Gogh hasta Claude Monet, Gustave Courbet, James McNeil Whistler o Édouard Manet, entre otros.

“Sin Frans Hals no existirían los impresionistas, no existiría Manet”, sentencia Dibbits. Sin embargo, Hals ha estado durante décadas sumido en el olvido. Aunque en vida gozó de una importante reputación como artista, su nombre y arte fueron poco a poco siendo postergados y arrinconados.

Hals cayó en el siglo XVIII en la oscuridad de las tinieblas. Y allí permaneció hasta que a partir de 1857 el crítico francés Theóphile Thoré, el mismo que rescató del olvido a Vermeer, comenzó a proclamar a los cuatro vientos su grandeza, a quien consideraba como una especie de Tintoretto neerlandés. Los impresionistas después lo elevaron a sus altares, y la fama y los precios de sus obras empezaron a subir, llegando a alcanzar los de Rembrandt, Vermeer o Velázquez. Sin embargo, su nombre fue perdiendo fuelle con el paso de los años. De hecho, en los últimos 30 años ningún museo le había dedicado una retrospectiva.

Pero Hals vuelve a estar ahora en la cresta de la ola. Tres grandes museos han unido sus fuerzas para ponerlo de nuevo sobre el mapa. La National Gallery de Londres dedicó a finales del año pasado una importante muestra, que ahora llega con variaciones al Rijksmuseum y que posteriormente viajará a la Galería de Pintura de Berlín (Gemäldegalerie).

La exposición del Rijksmuseum, que se podrá contemplar hasta el 9 de junio, reúne 48 importantes obras de Hals. Incluye, por supuesto, su cuadro más famoso, El Caballero Sonriente (1624), que ha regresado temporalmente a los Países Bajos después de la histórica decisión de la Wallace Collection de Londres, donde cuelga desde 1870, de prestarlo para esta muestra. También está el magnífico Banquete de los Oficiales de la Compañía Militar de San Jorge en 1616, que procede del Museo Frans Hals en Haarlem y que nunca antes había sido prestado. De hecho, el alcalde de esa localidad y una comisión especial se han tenido que reunir para autorizar la salida de la obra de su emplazamiento habitual.

Hasta el Rijksmuseum también ha viajado Grupo familiar ante un paisaje, un cuadro propiedad del Museo Thyssen de Madrid. El Prado, por su parte, no tiene ninguna obra de Hals.

La retrospectiva del Rijksmuseum es estupenda. Pero a eso se añade que Haarlem, la ciudad en la que Hals vivió la mayor parte de sus ochenta y tantos años de vida, está a solo 15 minutos en tren de Ámsterdam. Y vale la pena el viaje. Aunque el Museo de Frans Hals en Haarlem ha prestado cuatro obras al Rijksmuseum, en sus salas se exponen otras 17 del artista barroco. Y, además, también es posible pasear por el coqueto centro de Haarlem y caminar por las mismas calles que recorrió el artista, que durante su vida se mudó frecuentemente de una casa de alquiler a otra.

Es muy poco lo que en realidad se sabe de Frans Hals, quien no dejó cartas, diarios ni autorretratos. Ni siquiera se conoce el año exacto de su nacimiento: 1582, 1583 o tal vez 1584. Se sabe que se casó, tuvo tres hijos, enviudó cuando tenía alrededor de 32 años y contrajo de nuevo nupcias, teniendo al menos 11 hijos con su segunda esposa. En total tuvo al menos 14 hijos (Vermeer tuvo 15), cuyos gestos seguro que observó con detenimiento para luego ser capaz de plasmar sus risas, sus miradas centelleantes y su desbordante vitalidad.

Además se sabe que uno de sus hijos, Pieter, tuvo problemas mentales y pasó casi toda su vida ingresado en el manicomio de Haarlem. También su hija Sara pasó por allí algunas temporadas “con la esperanza de que mejorase”, después de que se quedará embarazada en dos ocasiones sin estar casada, algo tan escandaloso en la época que se relacionaba con la locura.

Es probable que el tener dos hijos en el manicomio de Haarlem le hiciera desarrollar a Hals una sensibilidad especial hacia las personas con problemas mentales. Seguramente fue en esa institución psiquiátrica donde el artista conoció a Barbara Claesdr, una mujer a quien apodaban Malle Babbe (la loca Babbe) y que estuvo ingresada en ese centro hasta su muerte en 1646. Hans la retrató alrededor del año 1640 riendo y con un búho sobre el hombro, en un lienzo titulado Malle Babbe que es una de sus obras más conocidas.

En la exposición de Ámsterdam también está La Bohémienne, un cuadro que muestra a una joven con un generoso escote y riéndose, algo considerado impropio para una mujer. Es probable que fuera una prostituta y que el cuadro estuviera colgado en un burdel. Y también hay retratos de niños vendedores de pescado, de nobles, de borrachos, de músicos… Todos ellos exudan esa energía y ese naturalismo que les hace parecer vivos. Está claro que cuando Halls murió en 1666 no era un hombre rico. Desde 1662 recibía una ayuda económica por parte de la ciudad de Haarlem (para salir adelante pero seguramente también en reconocimiento por su arte). Cuando falleció con alrededor de 84 años, fue enterrado en un lugar de honor, en la iglesia de San Bavokerk, en la plaza más central e importante de Haarlem. Pero solo porque el padre de su primera esposa tenía ahí una tumba. De hecho, pasaron décadas hasta que en la misma se colocó una placa con el nombre del artista.

También ahora han tenido que pasar décadas para que se le dedicase una importante exposición triple. Pero, seguramente, Frans Hals ahora ha vuelto para quedarse.